Por: Carlos Andrés Naranjo-Sierra
Después de abrir la puerta de su habitación, tras las sábanas blancas de la pequeña cama del hospital, asomaba su cabeza negra con pelo chuto, una hermosa sonrisa y los brazos con el grosor de un espagueti. Era Rosaura, una niña chocoana con 12 años de edad que padecía leucemia en su fase terminal.
Como psicólogos practicantes debíamos comenzar por aplicar un breve test para confirmar la ubicación en espacio, tiempo y lugar de la paciente y hacer su anamnesis. Sabía que se encontraba en el Hospital San Vicente de Paúl, que era el 4 de septiembre de 2007, que eran las 9 de la mañana y que pronto moriría.
¿En qué ocupaba su mente todo el día Rosaura?, era una pregunta que me atormentaba. Miraba por la ventana de su habitación los hermosos árboles de la construcción decimonónica del Hospital y luego ¿qué más? Pasaba todo el día pensando en su enfermedad. Ese mismo día salí a comparle una revista de Pasatiempos de las que venden en los quioscos de la calle Barranquilla.
A lo otro día los tenía todos resueltos. No era suficiente una simple revista. Necesitábamos un programa permanente que les permitiera a los pacientes tener otras cosas con qué alimentar sus pensamientos y escapar por momentos de la idea misma de su padecimiento. Fue así como apareció la propuesta de la Caja de Libros para los pacientes del Hospital San Vicente de Paúl
Supimos que en el Hospital Infantil habían realizado algo similar, con moderado éxito, entre los niños, y confiaba en que tendría aún mejores perspectivas entre los adultos internos. Redacté un borrador, ofrecí los contactos de COMELIBROS.COM, una pequeña librería en línea que había comenzado a montar, y lo compartí con Oscar Giraldo y Diana Buitrago, mi asesor y mi compañera de práctica, respectivamente.
¿Podrían ayudarnos Trabajo Social y las Damas Voluntarias del Hospital? Se trataba de una pequeña caja de libros donados, que recorrería en un carrito los pabellones del Hospital y prestara libros a los pacientes que lo desearan. Ni más ni menos. En otras latitudes se aplicaba sin problema y no veía porque uno de los hospitales pioneros en trasplantes en el mundo, pudiera ser la excepción. Me equivocaba.
Una mañana, al salir de un staff de evaluación de pacientes con depresión, entre los cuales debía haber estado yo de saber lo que vendría, me llamó Diana y me dijo que el doctor Cardeño, jefe de Psiquiatría de Enlace, estaba muy molesto y quería hablar conmigo. Salí del pabellón y afuera me esperaban los doctores Cardeño, Calle y la doctora Restrepo con cara de pocos amigos.
Yo le había enviado un correo a Carlos Cardeño comentándole lo que estábamos planeando desde psicología, informándole la buena nueva de los contactos con Trabajo Social y las halagadoras perspectivas con algunas librerías que se ofrecieron a donarnos algunos de sus saldos. Le pareció el colmo que se estuviera pasando por encima de su autoridad al no haberle comentado este proyecto anteriormente, pero apenas comenzaba su perorata.
Dijo que Psiquiatría no podía darse el lujo de quedar mal ante el Hospital con un proyecto que seguramente no tendría continuidad y que ese tipo de ideas generalmente no obtenía apoyo de la dirección de la institución. Estupefacto les dije que me parecía que no eran las directivas las que estaban dejando mal parada la Caja de Libros sino ellos mismos, mientras Diana se fruncía al escucharme. Me dijeron que toda buena idea tenía su merecido castigo y que esta no sería la excepción.
La psiquiatría es considerada una especialidad médica de bajo perfil dentro del cientificismo que manejan algunas subespecialistas, y posiblemente de allí el temor por apoyar una idea tan «poco científica» como los libros. Era mejor hablar de haloperidol, sertralina o trazadona. Como si apoyar el paradigma científico se tratara necesariamente de homogenizar la técnica. No lo podía creer, la idea moriría sin quimioterapia.
Oscar y Diana, mis colegas psicólogos decidieron abortar el proyecto para no molestar a los doctores. Claudia Gálvez, la directora de la extensión de prácticas de Psicología de la Universidad de Antioquia, consideró que no valía la pena poner en riesgo las plazas de práctica con propuestas como ésta. Al terminar el semestre simplemente me fuí del hospital, por indicación del doctor Cardeño, con mi Caja de Libros y la frustración de que Rosaura no haya podido llevarse consigo una nueva historia leída, antes de morir.
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